Mientras bajaba sola en el ascensor, se estuvo mirando las manos. Por el dorso, por las palmas, sin descuidar las uñas. Primero una mano, y luego, cuando creyó haberla examinado a fondo, la otra. Aún le dio tiempo, antes de llegar a la planta baja, de mirarse el atuendo en el espejo, con especial detenimiento las mangas. Y, por último, la cara. Su cara que años atrás fue bella y atrajo a los hombres, a todos esos hombres que pasaron alguna vez por su vida y ahora ya no estaban. En el fondo, no los añoraba. «No eres fea, pero tampoco joven.» Formuló este pensamiento con voz susurrante e impostada, como para hacerse el ánimo de que no era ella quien hablaba dentro del ascensor.